El director Rodrigo Reyes escribe sobre su corto documental ABUELOS, disponible en CiNEOLA

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Por Rodrigo Reyes*

Ya estaba cayendo el sol, el calor del verano michoacano se suavizaba en un abrazo de luz amorosa y fresca, mientras yo caminaba a paso lento en mi carro rentado, observando todos los detalles del rancho bajo el hechizo de esa hermosa combinación del recuerdo y el descubrimiento que distingue los espacios que viven en nuestra memoria. El Barrio parecía suspendido en el tiempo. A la izquierda estaba el predio que alguna vez fue el cañaveral de mi abuelo, y más adelante se alzaba la joroba del puentecito, sitio de tantas aventuras de la mitología familiar. Sobre la única calle me tope con una serie de casas gigantescas, moles airosas con docenas de ventanas y balcones encaramadas sobre tres, y hasta cuatro pisos. Lo más perturbador fue descubrir que las casas estaban todas vacías e inertes. Con su silencio atronador, declaraban su riqueza espantosa al mundo, enturbiando con sus sombras, el hermoso crepúsculo.

Aparqué en la casita enfrente de la iglesia y de inmediato un hombre me avistó antes desde el solar. Al principio me echó con una mirada recia, llena de sospecha enmarcada por su sombrero tejano con una colita de flecos diminuta e imprescindible flotando sobre su espalda. La incertidumbre duró un segundo, y tan pronto me reconoció, su rostro se transformó con la sonrisa socarrona y seductora que es la marca de los Reyes. Era mi tío abuelo, y aunque se llamaba Rafael, todo el mundo le decía El Pollito. Jamás se me ocurrió preguntarle por qué.

 
 

Yo había viajado desde Oakland hasta Michoacán con la idea de grabar un cortometraje sobre los padres y abuelos de migrantes que, después de vivir ausencias de veinte o hasta treinta años, por fin recibían la añorada visa para viajar al norte y ver a sus seres queridos, sin papeles. El programa de gobierno que había facilitado el trámite tenía un nombre que reunía la cursilería con la tragedia: Palomas Mensajeras. La imágen me remitía a un exilio absurdo enterrado en el tiempo, en el que por azares burocráticos, estrategias de la geopolítica, y quizás un poco de misericordia y decencia, se les permitía un respiro a familias que habían aguantado años de separación.

Michoacán está marcado en cada rincón por las mordidas de esta economía de expulsión y ausencia. Sin embargo, no fue una coincidencia que encontrara una historia tan cerca de la tierra de mis padres, tampoco que llegara un par de días de arrancar el rodaje, con tiempo para saludar al Pollito en aquel valle en las afueras de Cotija.

Mi tío era un hombre que era fácil de querer. Al poco tiempo de tratarlo, el cariño te brotaba en el corazón, una calca sencilla y directa de su espíritu. Tenía una risa profunda y lenta, y a la vez llena de júbilo que emanaba como el sonoro timbre de una concha de mar o un tambor enterrado en lo profundo de su pecho. Es algo difícil de dibujar en palabras, aquella sinceridad en la que un sí era claramente eso, en la que un apretón de manos portaba el regalo de su palabra y su amor. Aunque habían pasado 10 años desde mi última visita al rancho, con cada gesto suyo me hacía saber que yo seguía siendo su sangre.

En aquellos días juntos vivimos un par de aventuras que atesoro con fervor. En su camionetilla Datsun, hermosamente desvencijada, dimos vueltas por la comarca, visitando el mercado del pueblo grande de Cotija, admirando la hechura del queso más delicioso del mundo, hecho de pura leche y sal de mar, y comiendo tostadas raspadas con salsa de coca en la placita de El Barrio. Todavía suspiro al recordar como El Pollito y mi tía María vivían enamorados todavía, ocurrentes y atentos el uno con el otro, después de casi medio siglo juntos.

Íbamos en la camionetilla por la carretera de los gigantes, unos eucaliptos enormes que custodiaban las afueras del pueblo de Cotija. Era mi último día antes de partir y regresábamos de no sé qué mandado, cuando llegamos a una serie de topes, justo delante de un puesto de policías adormecidos por el calorcito del mediodía. Creo que comenté que los agentes se veían aburridos. Mi tío los miró con sorna y comenzó a relatar una historia espeluznante: justo el día antes de mi llegada, hubo una balacera tremenda entre dos bandos rivales. La gente de bien se atrincheró en sus casas, pero pasaban las horas y seguían lloviendo balazos. Hasta que hubo un letargo, un largo momento de silencio que prometía el fin de la batalla. Un capellán de la iglesia, de visita en la casa de algún feligrés, se puso de pie, declarando que estaba harto de esperar y que ya se iba a su casa. Contra ruegos y advertencias, se despidió cortésmente, subió a su carro, caminó una cuadra, dobló la esquina y le cayó encima un chubasco de tiros cruzados. Tanto un lado como el otro había confundido al capellán con el enemigo.

 
 

Ni modo, cuando te toca, te toca. El Pollito sonrió secamente, y justo en ese momento, no pude resistir preguntarle por su hijo en California. Quizás mi menté concatenó la cotidianeidad de la violencia, la sonrisa áspera de mi tío y la imagen casas enormemente vacías, hechas con dinero de quién sabe dónde, todo esto con la necesidad de huir y con la idea de la ausencia. Mi tío miró fijamente hacia delante, pensé que para no contestarme. Pero después de una breve pausa, sin dejar de ver el camino, me dijo:

“Quién sabe si me haga ir a verlo. Ya pedimos la visa. A mucha gente de aquí se la han dado. Ojalá que en unos meses yo ande por allá, en el otro lado. Hace como unos veinte años que no veo a Rafael, el mayor de mis hijos.”

Sin saber qué contestar, balbuceé algunas palabras insulsas de esperanza, sin mucha fe. Yo sabía que mi tío cargaba con muchos problemas de salud, impresos en su piernas hinchadas y sus manitas frías que no se calentaban nunca.

El Pollito me miró sin parpadear, y sin una chispa de autocompasión.

“Y si no me se me hace, pues hasta ahí llegamos. Se acabó el corrido.”

¿Qué es una película? Acaso un sueño compartido. Algo me hace sentir reconfortado al pensar que el cine es, o quizás puede llegar a ser así. Y cuando vuelvo a visitar el sueño de esta linda y breve película, pienso en aquel otro sueño que viví con el Pollito.

Cuando llegó la hora, seguí mi camino y rodé la película. Regresé a California y fuí a comer en casa de mis padres. Recuerdo que hablamos largamente de mi visita a su tierra natal. Poco después, animado por mis noticias, mi padre supo entender el momento y viajó por su cuenta a ver a su tío. Un par de semanas después, en los últimos días de aquel verano, El Pollito murió. Ni el mundo ni la vida le permitieron ser paloma y viajar al otro lado a ver a sus hijos.

Al regresar al universo de Abuelos, no puedo evitar recordar el dolor de mi tío y vuelvo a sentir el tamaño verdadero de la añoranza. Ese amor es lo que hemos aprendido a ignorar cuando aceptamos que unos tienen permiso de abrazar a sus hijos y otros tienen que pasarse la vida esperando la lotería del poder. 

Quiero nombrar este dolor sin recriminaciones. Más bien lo guardo en mi memoria para recordar el precio que han pagado tantos abuelos que viven y esperan al sur de una frontera, cantando su corrido.

Abuelos está disponible gratuitamente en CiNEOLA.

*El cineasta Rodrigo Reyes (Ciudad de México, 1983) realiza películas profundamente enraizadas en su identidad de artista inmigrante, elaborando una mirada poética desde la marginalidad, utilizando impresionante imaginería para retratar la naturaleza contradictoria de nuestro mundo común, al tiempo que revela el potencial del cambio transformador. Él ha recibido apoyo del Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), los institutos de Sundance y Tribeca, a la vez sus películas se han exhibido en PBS y Netflix. Su película 499 ganó el premio a la mejor fotografía en Tribeca y el premio especial del jurado en Hot Docs. Rodrigo ha recibido los prestigiosos premios Guggenheim y Creative Capital Awards, así como la Beca Rainin y el SF Indie Vanguard Award.