Latinoamérica: veinte años de ser un (subvalorado) epicentro mundial de cine

La ciénaga de Lucrecia Martel

La ciénaga de Lucrecia Martel

Por Carlos A. Gutiérrez*

Este noviembre se cumplen veinte años del estreno de Pizza, birra y faso, la película de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro que anunció el surgimiento de lo que fuera bautizado como el “Nuevo Cine Argentino”. Encabezada por Martín Rejtman (Silvia Prieto), Lucrecia Martel (La ciénaga), Pablo Trapero (Mundo grúa), Lisandro Alonso (La libertad) y Caetano (Bolivia), esta generación de cineastas—acompañada de la pionera ley de cine en Argentina de 1994—sentó las bases de una nueva manera de hacer cine en Latinoamérica.

La experiencia del “Nuevo Cine Argentino”, aunado al surgimiento de un grupo de ‘autores globales’ que sedujeron a Cannes por igual que a Hollywood, encabezados por los mexicanos Alejandro González Iñárritu (Amores perros), Alfonso Cuarón (Y tu mamá también) y Guillermo del Toro (El laberinto del fauno), y los brasileños Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) y Walter Salles (Diarios de motocicleta), impulsaron a una gran generación de realizadores latinoamericanos a tomar la cámara y, de la mano con los cambios políticos y el fortalecimiento de la sociedad civil en la región, cambiaron cómo Latinoamérica se proyectaba y se representaba en la pantalla grande.

La chispa prendió rápidamente, y países como Uruguay, Chile y Colombia, han hecho grandes aportaciones artísticas y creativas al cine de la región. Más recientemente, países sin una gran tradición cinematográfica como lo son la República Dominicana, Costa Rica y Panamá se han integrado también de manera entusiasta a este florecimiento cinematográfico. Es el caso igualmente de Guatemala, cuyo gobierno ha sido uno de los pocos países de la región que no ha apoyado al cine (el país incluso se retiró del fondo Ibermedia por falta de pagos entre el 2009 y el 2016), que ha contribuido a través del trabajo de los realizadores Julio Hernández Cordón, Jayro Bustamante, Alejo Crisóstomo y Ana V. Bojórquez, entre otros. 

A finales de los años noventa y principios de este nuevo siglo, nadie se imaginó que esta excepcional racha para el cine de la región iba a ser tan prolífica e influyente. Al fin y al cabo la historia del cine de la región estaba llena de pronunciados altibajos, lo cual hacía muy improbable garantizar una continuidad.

Y aquí nos encontramos veinte años después, América Latina convertida en un epicentro mundial del cine. Sin miedo a la hipérbole, estamos frente a una de las más grandes explosiones artísticas en la historia de Latinoamérica. A pesar de que la región ha tenido una rica historia cinematográfica, nunca antes se había filmado tanto y tan fructíferamente. En dos décadas se ha acumulado un enorme conjunto de obras artísticas, resultado de una inmensa y constante producción—mucha ella de vanguardia—que ha consolidado la prolífica y extensas filmografías de incontables cineastas de toda la región.

Hoy en día, las señales de esta explosión cinematográfica están por doquier: en los premios internacionales (en el León de Oro de Lorenzo Vigas en Venecia, en el Oso de Plata de Bustamante en Berlín, en los premios al Mejor Director en Cannes para Carlos Reygadas y Amat Escalante), en los Óscares de González Iñárritu y de Cuarón, en los récords de producción (Costa Rica prácticamente duplicó su producción histórica de alrededor de veinte largometrajes en un par de años), y también en los récords de asistencia en las taquillas locales. 

Y a pesar de lo anterior, estamos aún muy lejos de realmente entender la magnitud de lo que ha sucedido en materia cinematográfica en Latinoamérica en estos veinte años. Las herramientas curatoriales y críticas con las que contamos se han hecho insuficientes y arcaicas para poder comprenderlo, y no hemos podido dimensionar aún la riqueza artística, ni el alcance de lo obtenido. Salvo en círculos muy especializados, aún no hay una idea generalizada de que el cine que se ha venido realizando estos últimos años en Latinoamérica han marcado pauta mundial. 

El reto más grande para la producción cinematográfica latinoamericana ha sido, y sigue siendo, el de la validación. Debido a que la producción de la región ha sido tan diversa y heterogénea, eso ha impedido caracterizar esta explosión artística como un movimiento uniforme, como lo han sido ciertas modas del cine internacional como el “Nuevo Cine Iraní” o el “Nuevo Cine Rumano”. Salvo lo que se bautizó como “Nuevo Cine Argentino,” lo que vino después ha desbordado cualquier intento de etiqueta.

Con una producción anual de más de 600 películas y con vocaciones artísticas diversas, habría que empezar a hablar de la cinematografía de la región en plural, ya que intentar hablar de un “cine latinoamericano” es tremendamente reduccionista y no le hace justicia a su magnitud. Sería más beneficioso y provechoso, referirse a los cines latinoamericanos, siendo puntuales en la categorización de los diferentes tipos de producciones que cohabitan perfectamente en cada país y en la región, para poder así entablar similitudes y diferencias. Incluso a nivel local, la producción en países como Argentina, Brasil o México es tan vasta y disímil que sería más pertinente hablar de los cines argentinos, brasileños o mexicanos. Forzar la vasta producción para que quepa una sola etiqueta nacional resulta en un fútil ejercicio.

Uno de los problemas de la validación radica en su eurocentrismo. Empieza con el hecho de por la geopolítica hegemónica, muchos cineastas latinoamericanos tienen que exportarse a los festivales de cine europeos, para poder conseguir atención en los Estados Unidos, y así poder ser importados de vuelta a casa. Sin embargo, y a pesar del creciente interés por el cine de la región en el circuito internacional de festivales de cine, el número de lugares asignados a Latinoamérica siguen siendo muy limitados. 

Por otra parte, y en no pocas veces, la validación se da bajo obsoletas premisas y perspectivas sobre Latinoamérica, basados en exoticismos políticos y culturales de antaño, o bajo vetustas ideas de lo que aún se refieren como tercer mundo. La falta de atención en los centros internacionales de validación, repercute directamente de vuelta en Latinoamérica, limitando los espacios de exhibición y distribución para las películas, y mermando su perfil público y su visibilidad. 

Obviamente hay más problemas que afectan a las cinematografías de la región, pero un necesario primer paso es darnos cuenta de la grandeza de estos cines latinoamericanos. Como profesionistas del cine, el reto que tenemos ante nosotros es enorme, y como espectadores, la invitación a ir descubriendo la producción de dos décadas sigue en pie, después de veinte años.

 

* Este texto fue escrito para el catálogo de SECA Semana Extraordinaria de Cine Actual, que se realiza del 1o. al 10 de junio del 2017 en la Ciudad de Guatemala. 

Carlos A. Gutiérrez es co-fundador y director ejecutivo de Cinema Tropical.