por Victor Guimarães
Parte del tanque de pensamiento: El cine latinoamericano se piensa
La inquietud que genera esta proposición pasa por constatar que no hay un pensamiento organizado sobre programación de cine en Latinoamérica. Si uno busca referencias, lo que encuentra es una bibliografía muy escasa y, cuando la hay, los modelos existentes son casi siempre europeos o norteamericanos. Pero más allá de esa aparente ausencia de referentes en nuestra región, la constatación más dolorosa es observar una asunción acrítica de lógicas tácitas de programación formuladas en grandes festivales, museos y cinematecas del viejo mundo tatuadas en las grillas de nuestras instituciones.
Para dar un ejemplo hipotético —pero seguramente reconocible—, no debería dejarnos tranquilos el hecho de entrar a una sección de cine experimental en un festival latinoamericano y encontrarnos con texturas, gestos y maneras de hacer que son exactamente las mismas que se plasman año tras año en una sección como la Forum Expanded de la Berlinale. Hace falta salir a la calle nomás para constatar que Bogotá no es Berlín, que Belo Horizonte no es París, que Tegucigalpa no es Barcelona. ¿Por qué, entonces, seguimos programando como si el cine fuera un hecho universal, neutral, como si no fuera atravesado por lógicas geopolíticas o coloniales?
Pero más allá de constatar el problema, este texto busca situarse en una tradición de pensamiento que, aunque dispersa y no sistematizada como teoría de la programación, existe y brilla. ¿Qué referentes propios, en la historia de nuestros cines y de nuestras teorías cinematográficas, podemos invocar a la hora de pensar la programación desde Latinoamérica? ¿Sería posible imaginar otras lógicas, otras metodologías y otras posibilidades de programar cine desde acá?
En el mismo año en el que lanzan el famoso manifiesto “Hacia un tercer cine” (1969), Fernando Solanas y Octavio Getino escriben un texto menos conocido llamado “Apuntes para un juicio crítico descolonizado” (1969). Este comienza con una serie de preguntas provocadoras que, si bien se refieren a la crítica, parecen muy fecundas para pensar la programación: «¿Es posible analizar críticamente una película de un país latinoamericano con la misma óptica con que se aborda una película europea o estadounidense? ¿Existen categorías, valores y presupuestos para sustentar en términos universales una crítica cinematográfica? ¿Cuáles son las bases para una crítica en los países dependientes? ¿Pueden ser las mismas de los países dominantes?»
Si reemplazamos la palabra “crítica” por la palabra “programación” en cada una de las preguntas, la inquietud sigue siendo fértil. A estas alturas, ya se deben imaginar que la respuesta a defender en este espacio para la mayoría de los cuestionamientos es simplemente «No». Pero sería posible rescatar la tercera pregunta, trayéndola a nuestro campo: ¿cuáles son las bases para una programación de cine en los países de Latinoamérica?
Escriben Solanas y Getino: «Las ideas proyectadas desde las metrópolis nos alcanzaban, porque habíamos sido incapaces de construir desde el seno de la realidad nacional ideas propias y activas. […] Carecíamos, como intelectuales neocolonizados, de historia. De esa historia que al intelectual de las naciones dominantes le sobra».
Hoy, más de medio siglo después, somos capaces de construir nuestras bases. Tenemos historia. Una historia riquísima, bien documentada, llena de debates fructíferos, de ideas únicas y de contribuciones originales al pensamiento mundial sobre el cine. Hoy ya no es posible que se escriba en cualquier parte del mundo un compilado de la teoría cinematográfica del siglo XX sin pasar por las teorías del Tercer Cine, fundamentalmente latinoamericanas, así que no tenemos excusas para evitar la tarea de pensar la programación también desde acá.
La apuesta de estos apuntes es volver al período más fértil del pensamiento sobre cine en Latinoamérica, la época de los grandes manifiestos, de los grandes intentos de descolonización, de las teorías más influyentes: desde principios de los años 1960 hasta mediados de la década siguiente. Y a partir de ahí formular algunas hipótesis o caminos para imaginar otras posibilidades de programación que escapen a las lógicas eurogringocéntricas. La programación en Latinoamérica no puede ser inmune a algunas de las ideas más poderosas sobre cine que se han formulado en este suelo. No se puede fingir que no existen, o que son ultrapasadas, o que no nos dicen respeto.
Primera proposición: Abrazar (críticamente) la imperfección
¿Cómo insistir en una lógica tecnicista de programación, que privilegia las películas “logradas”, que usa términos como “valor de producción” y que se interesa por la apariencia “bien acabada” de las obras a programar, cuando nos acordamos de que Glauber Rocha proponía en 1965, en su “Estética del hambre”, que «el hambre no será curada por los planeamientos de gabinetes y que los remiendos del technicolor no esconden, sino agravan sus tumores»? ¿Cómo seguir privilegiando películas narrativamente redondas, fotográficamente pulidas y con actuaciones equilibradas cuando volvemos a leer a Julio García Espinosa, en 1969, diciendo que «Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario»? El fantasma de la perfección, el zombie de la corrección estética sigue rondando el cine latinoamericano. Nosotros, como programadores y programadoras, ya tenemos suficientes armas para combatirlos.
Desde acá somos capaces de hacer apuestas situadas y fértiles por la imperfección, la irregularidad, la inestabilidad. ¿Qué tal si, en vez de juzgar las películas por sus logros acordes a modelos supuestamente universales, apostáramos por aquellas que perturban los modelos, los corrompen, o incluso los ignoran? ¿Qué tal si ajustáramos nuestros lentes para percibir señales de una perturbación misteriosa? ¿Qué tal si afináramos nuestros oídos para captar rumores no inmediatamente identificables? ¿Qué tal si reguláramos nuestros sismógrafos para detectar temblores estéticos? ¿Qué tal si, en vez de premiar a los mejores alumnos de las escuelas del buen gusto, nuestra apuesta fuera dirigida a los que se sientan en la fila de atrás, y a sus energías indomables? ¿Qué tal si, en vez de rechazar una película porque “esto no es cine”, apostáramos justamente por las películas que nos hacen dudar sobre qué es el cine? Este objeto raro que veo y escucho no tiene cara de cine, y justamente por eso me interesa.
Hay también que estar atentos a los nuevos enemigos. Por ejemplo: la pornomiseria, tal como fue formulada por Carlos Mayolo y Luis Ospina en su manifiesto de 1978, tiene hoy otra cara. Es elegante, limpia, llena de buena conciencia y toneladas de paternalismo. Es una especie de softpornomiseria. Ante nuevas amenazas, hay que renovar los arsenales críticos.
Todavía vivimos una «lucha de clases de las imágenes», como escribió hace unos años la crítica brasileña Maria Bogado, en donde «la sociedad de clase de las apariencias es organizada y valorada según su resolución». En muchos festivales, a veces un primer vistazo basta para rechazar una película por su resolución demasiado baja, demasiado pobre. En un interesante reportaje hecho por Indiewire después del festival de Cannes de este año se comprobó que de los 62 largometrajes estrenados en el festival 19 habían sido filmados con la cámara Alexa 35, 12 con la Alexa Mini y 9 con la Alexa Mini LF. O sea, una sola marca de cámaras es responsable por la captación de imágenes de más de la mitad de la grilla del más prestigioso de los festivales.
Pero ojo: la misma nota de IndieWire dice que un tema que ha surgido en el festival es una «búsqueda por la imperfección». Como si esas cámaras que buscan emular un aspecto “cinemático” fueran la salida para la hegemonía de lo ultradigital en las plataformas. Curioso caso de búsqueda de la imperfección con cámaras que cuestan ochenta mil dólares. Desde acá, desde Latinoamérica, estamos bien situados para combatir la trampa de la imperfección fabricada, la imperfección tratada como mercancía simbólica y no como fuerza salvaje de descolonización de la mirada.
Los nuevos enemigos son muchos, y hay que estar atentos. La corrección estética tiene hoy nuevas caras. Un cineasta ruso una vez contó en un bar una anécdota fantástica. Había filmado un corto en digital y se lo enviaba a todos los festivales, que lo rechazaban prontamente. Entonces, decidió proyectar el corto en la pared de su casa, filmar la proyección con una Bolex para después revelar y escanear el material y enviar a los mismos festivales. No solo aceptaron el “nuevo” corto en un gran festival europeo, sino que se lo solicitaron desde varios rincones del mundo. O sea, un formato —el 16mm— que antes era el sinónimo de un cine amateur, apropiado por artistas experimentales por su ligereza, su economía y sus cualidades plásticas, hoy en día se ha convertido en un barniz; lo que antes era rechazado por no tener la calidad profesional del 35mm hoy se ha transformado en un peaje estético para entrar a ciertos circuitos. Desde acá, desde Latinoamérica, estamos bien situados para combatir la trampa de la imperfección tratada como embalaje estético y no como un «baño maiakovskiano», como decían Mayolo y Ospina, capaz de sacudir la percepción de los espectadores.
Segunda proposición: Abrazar la intuición, la pasión, la pelea
En general, en los comités de selección de festivales y muestras lo que suele prevalecer es una argumentación racional que tiende al consenso. Si alguien defiende vehementemente una película que es odiada por otro miembro del comité, en general se decide por una tercera que no despierta grandes pasiones en nadie. La opción por defecto es programar la obra consensuadamente buena, correcta o inofensiva. ¿Por qué no abrir nuestros festivales a la posibilidad de acoger el disenso? ¿Por qué no apostar a la confrontación en lugar de ceder ante las pasiones tibias? ¿Por qué no creer en la intuición fervorosa de una colega en vez de jugar siempre a lo correcto? Tanta razón suena a exceso de iluminismo. Y unos viejos europeos muy listos, los señores Adorno y Horkheimer, ya nos enseñaron qué pasa cuando hay demasiada racionalidad: Auschwitz.
Para que no digan que soy antigringo, esto lo aprendí de una charla con Dennis Lim, exjefe de programación del Festival de Cine de Nueva York. Hay que hacer como nuestros mejores cineastas y robarles las mejores ideas a los gringos siempre que puedan provocar una chispa en nuestra propia realidad. La defensa de la intuición y la salvaguardia de la pasión a la hora de programar suenan como algo coherente con nuestros territorios, por algo somos la patria grande del melodrama, por algo la pasión tiene tanta importancia en nuestras sociedades —y en nuestros mejores cineastas—.
Tercera proposición: Ante la precariedad, la improvisación fulgurante
Programar en Latinoamérica también pasa por reconocer que las condiciones ideales de trabajo casi nunca están dadas en nuestros territorios. No solamente no hay escuelas de programación, sino que las tareas suelen hacerse muchas veces en condiciones muy lejanas a un supuesto ideal. Las instituciones son inestables, hay poca estructura legal, el pago es precario y los festivales muchas veces dependen de los gobiernos de turno. Casi nunca tenemos el privilegio de dedicar varios meses a programar una muestra, por ejemplo.
Pero frente a esa precariedad, quien programa en Latinoamérica desarrolla tecnologías de improvisación, capacidades únicas de reaccionar frente a las adversidades y un sentido de urgencia que es demasiado valioso para ser ignorado. Aprendemos a programar con el olfato: esta película huele a esta, que me lleva a esta otra. Ante la obligación de encontrar soluciones veloces desarrollamos una elasticidad de pensamiento que nos puede llevar a tener grandes ideas en condiciones absolutamente hostiles. Esa constatación me lleva a un texto fascinante de 1980 de la feminista chicana Gloria Anzaldúa, titulado “Hablar en lenguas. Carta a escritoras tercermundistas”. Ella les escribe a sus hermanas:
«Olvídate del “cuarto propio”—escribe en la cocina, enciérrate en el baño. Escribe en el autobús o mientras haces fila en el Departamento de Beneficio Social o en el trabajo durante la comida, entre dormir y estar despierta. Yo escribo hasta sentada en el excusado. No hay tiempos extendidos con la máquina de escribir a menos que seas rica o tengas un patrocinador (puede ser que ni tengas una máquina de escribir). Mientras lavas los pisos o la ropa escucha las palabras cantando en tu cuerpo. Cuando estés deprimida, enojada, herida, cuando la compasión y el amor te posean. Cuando no puedas hacer nada más que escribir».
Sigamos batallando por condiciones laborales mejores, siempre, pero no nos olvidemos de lo que nos enseña el valioso convivio con la precariedad. La improvisación es un arte y tenemos condiciones de sacarle provecho. Muchas de nuestras ciudades enormes no cuentan con una sola cinemateca, pero somos de lejos los mejores piratas del mundo. En la pandemia fue conmovedor percibir cómo los cinéfilos europeos, que ya no podían frecuentar sus lindas salas de repertorio, descubrían la piratería en grupos en línea; se compartían películas enviándolas por mensaje privado uno a uno, preguntaban cosas básicas, no tenían idea de dónde encontrar obras que para nosotros están a dos o tres clics de distancia.
Para quienes nos hemos formado sin cinematecas, para quienes la juventud coincidió con una época fabulosa de un internet sin plataformas de streaming con subscripción, la historia del cine nos llegó a través de búsquedas activas en foros clandestinos, que muchas veces resultaban en visionados de calidad precaria. Alguien que programa cine en Latinoamérica es casi siempre un pirata que se enamoró de los ripeos digitales en baja resolución y ha decidido dedicar su vida a que la gente pueda ver sus descubrimientos en mejores condiciones, empezando por crear un cineclub clandestino y luego llegando a trabajar en lugares que reúnen las circunstancias para proyectar cómo se debe. Otros amarán en 35mm las cosas que yo amé en VHSrip. Sigamos luchando por más y mejores cinematecas, pero no nos olvidemos de los aprendizajes de nuestra formación anárquica y salvaje. Un espíritu de curiosidad infinita, solidaridad y apertura hacia lo desconocido es la marca de la cinefilia latinoamericana. Que nuestros festivales se parezcan más a nuestros cineclubes y menos a los grandes eventos del viejo mundo.
Cuarta proposición: Programar en el espacio, programar en el tiempo
Si recordamos la actividad de los grupos operativos de Cine Liberación, que a comienzos de los años 70 elegían distintos rollos de La Hora de los Hornos para proyectar en situaciones diferentes (una universidad gomela o un sindicato periférico, por ejemplo), encontraremos un principio inspirador. Cada gesto de programación debería nutrirse de una relación con el espacio —arquitectónico, social, afectivo— en el que se sitúa. No para ofrecerle al público lo que se cree que este necesita o lo que dice que desea (esa tarea la hace mejor el algoritmo de Netflix), sino para provocarlo de una manera más fecunda. Los territorios nos ofrecen posibilidades y nuestro gesto podría ser siempre el de preguntarse: ¿qué chispas puede provocar un gesto de programación en este espacio específico? No es lo mismo programar en el Malba en Buenos Aires o en un barrio periférico de Medellín. Eso no significa que no se puedan programar las mismas películas en ambos espacios, pero el gesto a su alrededor necesariamente debe pensarse de manera diferente.
Una lógica semejante podría ser pensada para el tiempo: ¿qué significa programar tal o tal película en este tiempo histórico? Algo que aprendí con Nicole Brenez: «Un programa es siempre una declaración a favor de la actualidad de las películas elegidas». Algo que aprendí con mis amigos de la revista argentina La vida útil: «toda película es contemporánea». Algo que aprendí con el programador cubano Roberto Smith hace muy poco: «Tal vez en esta época diría Heráclito que nadie puede ver dos veces la misma película, o que una película no puede ser vista dos veces por el mismo espectador».
En Latinoamérica, programar debería involucrar una relación fecunda con el tiempo histórico, hacernos preguntas sobre el tiempo y sobre qué puede el cine, qué pueden ciertas películas cuando son puestas en circulación en este tiempo que nos tocó vivir. Eso no es una apuesta ciega por las películas actuales, sino todo lo contrario: hay que tender puentes, constantemente, entre el pasado y el presente. Escapar de la lógica —tan europea— de los “nuevos autores” y buscar qué películas del pasado pueden fecundar nuestro presente, y qué películas nuevas pueden replantear nuestras historias. Hay que seguir siendo «terriblemente dialécticos», como diría el gran cineasta y teórico colombiano Carlos Álvarez.
O, aun, cortocircuitar la temporalidad lineal, desconfiar de conceptos como progreso, desarrollo y evolución. Las cosmologías africanas e indígenas que habitan este territorio ya nos enseñaron otras maneras de pensar el tiempo. Como en el proverbio Yoruba: «Eshu mató un pájaro ayer con una piedra que lanzó hoy». La historia del cine está llena de esas piedras capaces de hacer temblar las lógicas temporales. Cada vez me interesan más los programas que apuestan a los encuentros improbables entre pasado y presente, entre el repertorio infinito y siempre creciente de la historia del cine y los cines por venir. Cada acción de recuperación de una película que no sabíamos que existía es una piedra lanzada desde el presente hacia al pasado, pero dirigida al futuro. Y no de manera mesiánica: la programación no va a salvar al mundo, ni curar la herida colonial, ni sustituir la necesidad de organizarnos. Pero programar es siempre tratar de incidir en las historias del ojo, en la actualidad del oído, en los porvenires del cuerpo.
¿Qué significa programar en Latinoamérica desde Latinoamérica? ¿Nos estamos haciendo verdaderamente esa pregunta? Hacerla en serio implica hacer temblar las identidades de nuestros festivales, reorientar nuestras miradas, renovar nuestras relaciones con los públicos y replantear cada gesto de programación. Hay senderos ya abiertos en nuestra historia. Nos toca explorarlos y desde ahí abrir a machetazos otros caminos.