La muerte del cine y la última glaciación

Por Alexandra Galvis
Parte del tanque de pensamiento: El cine latinoamericano se piensa

Me formé profesionalmente en una familia mal divorciada. Y me parece relevante esta aclaración porque eso me hizo crecer en mi oficio y aprender de dos familias separadas y ser benevolente con mis dos padres laborales.

Hace veinte años empecé mi trabajo en la extraña tarea de promocionar e “internacionalizar” el cine chileno fuera del país. Después de muchos años en la gestión, derivé en mi primera experiencia de trabajo con un distribuidor internacional y, a pesar de que creía saber de mi oficio, aprendí cosas en ese entonces tan extrañas, que me parecía un mundo completamente disociado del cine: palabras y acrónimos —todos en inglés— para develar las fórmulas de cómo se calculaba un presupuesto de estreno (un P&A o un presupuesto que debía considerar el equilibrio entre el número de copias y la inversión en marketing), cómo se hacía un benchmarketing y se analizaba el riesgo (y el punto de equilibrio) de una película, de qué manera se comportaba un estreno en un circuito de cine comercial (y sus estrategias de programación o el cálculo de un film rental), cómo se estructuraba una campaña de marketing y cómo la simple elección de tu fecha de estreno podría cambiar el destino de una película, la importancia crucial del primer fin de semana, los estudios que comentaban el porcentaje de gente que decidía qué ver en base a un tráiler o un afiche. 

Pero lo más extraño que me enseñaron cuando empecé fue una regla de conocimiento popular en el medio: «Si tenemos éxito en la campaña de estreno y vendemos muchos tickets, la razón es solo una y es que se trataba de una buena película. Por el contrario, si fracasamos y nos fue mal, no lo dudes: fue culpa del distribuidor».

Con un poco de humor negro, lo primero que me enseñaron fue esa percepción de que el productor no sabía muy bien qué hacíamos, y que si todo salía bien solo destacaría que la audiencia valoró una obra excepcional y que nada más habría influido en su éxito. Pero si todo iba mal, debía reconocer que el distribuidor había hecho un trabajo pésimo y que solo había afectado el desempeño de su película.

Con un optimismo casi insoportable, esperé que fuera solo un chiste de mal gusto. 

* * *

Años después, recibí la invitación a lo que solo me pareció bailar en arenas movedizas. Después de trabajar más de una década en distribución, un director me dijo que creía que debía volver a producir. Yo había tenido pequeños y modestos intentos de hacer cine antes de entrar al mundo de la distribución, que fueron rápidamente relegados en mi “trabajo de industria”. La propuesta no era inocente: él pensaba que yo debía producir su película. Tuve mucha razón en querer huir; de hecho, aun después de producir varias de sus películas, nunca he aceptado ni dicho que sí formalmente. 

Lo que aprendí ahí también fue un mundo completamente nuevo: la tan famosa “producción creativa” no existía aún en nuestra región, pero me buscaban justamente para eso, que era algo que yo no sabía hacer: buscar soluciones creativas, leer un guion con ojo crítico, agudizar el sentido de la observación… Tener más curiosidad que nadie. Pero tal vez lo que nunca he olvidado fue lo que me enseñó un director sin palabras. Durante largas semanas de preproducción me hablaba de algo que quería lograr y yo siempre llegaba cada semana diciéndole: «De nuevo nos negaron el permiso. No podemos filmar lo que quieres». Su respuesta siempre fue el silencio y la mía era la misma por semanas. Un día antes de nuestra reunión —y ya aburrida de ir siempre con una nueva negativa— estuve horas pensando en lo que él quería filmar y , como sabía que no obtendría el permiso, pensé en muchas opciones de otras cosas que sí podríamos filmar y que tendrían el mismo efecto que él quería lograr en su película. Llegué con muchas ideas de cómo filmar sorteando los problemas que teníamos. Al otro día me miró y solo dijo: «Excelente. Vamos a filmar». Jamás lo hablamos, pero ese día creí comprender mejor mi oficio: no estaba ahí para hacer el control de un presupuesto, conseguir dinero para filmar o firmar contratos y lidiar con la enorme burocracia; o sí, también, pero no era lo esencial. Entendí en esos rodajes algo que le escuché a Guillermo del Toro una vez: hacer una película es como cargar piedras de varias toneladas. Parecía imposible y era un milagro llegar a terminarla. Aprendí que se trataba de un oficio que no permitía fórmulas y que se burlaba de quienes pretendían tenerlas, que el fracaso era la regla si entendemos que el plan que no funciona es una constante a solucionar en un set, y, sobre todo, que este es un oficio que implica entender todas las aristas creativas y sus potencialidades. En suma, tener muy bien tomadas las riendas creativas que logren que una película te coma —porque sí, tienen vida propia y pueden tomar el control—.

Después de producir diez películas, entendí por fin cómo llegaba un director y una productora a la oficina de una distribuidora: como sobrevivientes. Es como la escena en que rescatan a un náufrago que ha sobrevivido al mar, que ha peleado contra tormentas improbables, ha evadido los pronósticos más desfavorables y ha terminado una obra con la que, en su justa visión, puede sumar algo para cambiar el mundo. Porque, a menos que se trate de un encargo, quienes hacemos cine con esta intensa pasión creemos con la ingenuidad de un niño que una película sí tiene la capacidad de hacer un mundo mejor. 

Y en ese estado, después de ganar una batalla, la productora o directora entra a la temible oficina donde su obra se ha convertido en un “producto” y donde lo último que siente es que se le habla de cine; más bien le hablan de P&A, film rental, box office, point of purchase, press junket, DCP, KDM, el buyer persona y la estrella de nuestros días: la inteligencia artificial. ¿Cuál de todas esas palabras es su obligación conocer? ¿Por qué está obligado a dominar todo el diccionario de las majors cuando hizo lo que —a su juicio— es una obra de calidad que le puede hablar a toda la audiencia?

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Fue en este divorcio en el que me tocó vivir. Una temporada con cada padre. Y creo que esto es lo que más ha marcado una buena parte de las conversaciones sobre producción y distribución en Latinoamérica: el eterno divorcio entre el “cine independiente” —categoría que detesto— y el “cine comercial”. 

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De haber vivido una temporada con cada padre rescato estas dos breves constataciones:

  1. Hemos construido dos trincheras con hoyos enormes que nadie quiere saltar y para hacerlo necesitaríamos una autocrítica de estos oficios y cómo los ejercemos acá. ¿Entiende un distribuidor la diferencia entre un producto de una major y el cine nacional? ¿Sabe detectar su valor más allá de  los “valores de producción”, el “cast vendedor”, o su “appeal masivo”? ¿Sabe innovar y probar nuevos puentes con audiencias diferentes? ¿Identifica las carencias en financiamiento y en acceso a la exhibición? ¿Conoce el negocio del productor? ¿Se traza metas con base en lo que necesita el productor? ¿Trata de equilibrar sus expectativas y explicar su oficio?

Asimismo, en una línea crítica desde la vereda del productor: ¿es el distribuidor el enemigo de su trabajo? ¿Su obra está en manos de alguien que no tiene idea de cine? ¿Qué valor agregado tiene un distribuidor? ¿Por qué sobrevaloran a las audiencias? «Si no quieren ver una película que es para todos, son ellos quienes están mal».

Probablemente, es aquí dónde para mí nacen los peores fracasos, en esta relación estructuralmente quebrada en la que las lógicas de lo que va bien en el mercado y el poder del arte parecen tener un diálogo de sordos perpetuo. 

  1. En esta misma línea argumental, ¿por qué solo puede ser un sueño que ambos rompamos con todo y construir un nuevo acuerdo? Los distribuidores podrían dejar de retirarse de la línea de riesgo, de culpar a productores y directores por «los números catastróficos, las malas ventas, la crisis que sus contenidos están generando en las bajas cifras que estamos viendo». Sería deseable que trabajemos en conjunto con base en metas y expectativas comunes, que compartamos el riesgo de apostar, que busquemos innovar en los gastados métodos de un sistema que está quebrándose rápidamente, que busquemos alternativas de acceso sin confiar exclusivamente en las salas que escasamente cubren todos nuestros territorios, y que cada vez respetan menos la diversidad del cine. Los productores podríamos no percibir el trabajo de la distribución como un ejercicio menor y podríamos enfatizar el valor de una obra para convencer al distribuidor de que el riesgo está respaldado, que fue bien pensado, que no tenemos por qué ser expertos en lo que ellos hacen, pero que no consideramos superfluo el esfuerzo creativo de buscar audiencias y nuevos espacios de exhibición. Y como equipo, deberíamos sumar a las instituciones para analizar cómo el fortalecimiento de la producción no ha ido aparejado con el respaldo a la distribución y a la exhibición. Ahí el riesgo y la inversión parecen siempre desmedidas y las políticas públicas pierden la oportunidad de concatenar los esfuerzos que han hecho en crear un sistema de apoyo a la producción y otro que les permita llegar al destino final: un trato justo en la exhibición y una distribución que confíe y apueste por ellos. Deberíamos poder disponer de una red con mayor cobertura territorial, como, por ejemplo, es el caso de la excepcional Red de Salas (independientes) de Cine de Chile, que solo necesita crecer y cubrir cada ciudad del país. 

Permítanme ahora, frente a esta fisura y sus profundas trincheras, destacar la peor paradoja y es que seguimos discutiendo sobre una industria cuyos modos están entrando en desuso; cada actor de la trinchera está intentando agarrar su trozo de madera y salvarse de la enorme ola que viene y de la crisis que se ha convertido en una constante. Haciendo una injusta generalización, diría que los distribuidores no podemos subsidiar más el riesgo, cuando proveer certezas a personas que bailan en arenas movedizas debería ser una función principal con la industria local de cada país. También en cierto modo hemos hecho menos esfuerzos por explorar creativamente nuevas posibilidades de exhibición, de hacer apuestas y hasta se han cambiado los modelos habituales de compartir el riesgo y ahora nos aseguramos cobrando un fee por cada campaña, dejando al equipo de producción en una mayor incertidumbre que la que ya atravesaba.

Haciendo otra injusta generalización, los productores hemos menospreciado a las audiencias en la ecuación al crear una obra y hemos visto en sus intermediarios un oficio menor. 

Y no dejemos atrás otros actores: la prensa no especializada ha visitado con frecuencia las cifras de la crisis año tras año; los institutos de cine han llamado a los productores como padres enojados a sus hijos por sus malas notas y les recuerdan que ahora sí tocaron fondo porque aun con decenas de producciones el promedio de asistencia es indefendible —y de esta forma demuestran que se han preocupado en apoyar la delicada manufactura de un auto para ahora, en un momento crítico, dejarlo sin gasolina—. 

Cada uno de nosotros está en su propia trinchera, aferrados a una tabla de madera y con la sensación de que el Titanic se hunde de nuevo, pero esta vez fuera de la pantalla.

 * * *

Hace catorce años, mientras trabajaba en una empresa de distribución, invitamos a Peter Greenaway a Buenos Aires a presentar la primera función de su película Rembrandt’s J´accuse (2008), con la cual daba el inicio el proyecto de circulación de documental en Argentina. La idea del director de la distribuidora Parallel 40, que en ese momento era Joan González, era que lográramos crear un gran evento para asociarlo al cine documental y así superar las primeras barreras que hacían difícil que un público masivo se acercara al cine de la realidad. Asociar un gran nombre permitiría que esa barrera inicial empezara a desmoronarse y que las personas le dieran una oportunidad al cine documental en Latinoamérica. Convencer a la gente de entrar a un género que en Latinoamérica no circulaba y mucho menos lograba exhibirse en una sala de cine era una tarea realmente difícil, así que inaugurar el proyecto con Peter Greenaway en Argentina sería el primer paso para hacer del cine documental algo más masivo y accesible.

Todo empezó con el pie izquierdo: Greenaway llegó a Buenos Aires sin equipaje, gracias a la aerolínea que perdió su maleta. Pero después de conseguirle ropa de repuesto, pocas horas antes le dieron vuelta a una salsa completa en su comida de bienvenida en el Club de la Unión y terminó su primera noche en La Catedral, viendo milonga y soñando con hacer una película en Argentina, inspirado por este oscuro y maravilloso lugar de tango.

Al final de ese día especial, cuando volvíamos al hotel, Peter, que siempre hablaba con ganas de provocar reacciones y una charla interesante, dijo: «El cine está muerto». Pensé que era solo una provocación, de esas que parecía disfrutar; me preguntó qué tipo de cine me gustaba y yo me atreví a devolverle la provocación diciendo que era una fan declarada de Bollywood. Me preguntó si no me aburría en el cine sabiendo desde el comienzo cuál iba a ser el final; un mismo cine repitiendo una misma estructura. El cine se murió porque ya sabemos todos los finales, porque la gente tiene ahora un celular en el bolsillo y el cine con sus salas es un modelo que vamos a ver morir.

Me demoré más de una década en tomarle el peso a lo que hablamos. Pero después de la pandemia tomó otro valor.

El cine murió en un sentido: nuestros roles se han desdibujado y, más que una invitación pesimista llena de frustraciones, esta es una oportunidad para rediseñarlos porque nada del viejo modelo funciona ya. En cambio, el Cine —con mayúscula— no murió, sino todo lo contrario: la pandemia sirvió para darnos cuenta de que no eran los exhibidores y los distribuidores las figuras claves, y que con un evento como ese podrían desaparecer. Se hizo evidente la necesidad inmortal de contar historias y al tiempo se modificaron muchas cosas: las ventanas de exhibición, los modelos de negocios, los soportes y hasta los hábitos de las audiencias. Lo único que sobrevivió al colapso fue la búsqueda de historias no como entretención solamente, sino como una necesidad urgente de contar con ellas para ordenar y darle sentido al mundo. El contenido se coronó entonces como el rey indiscutido.

* * *

Tengo la certeza de que después de la pandemia solo comprobamos que el Cine y el contenido jamás murieron.  Lo que murió fue una única forma de consumirlo, de dibujar nuestros roles, de tratar de hacer funcionar la máquina con fórmulas que aprendimos hace mucho tiempo. Seguimos frustrados sin poner el foco en lo relevante: las oportunidades y los desafíos monumentales que traen consigo la inteligencia artificial, el agotamiento de los modelos de financiamiento y las gastadas estructuras que tenemos aprendidas. En definitiva, este período me hace sentir como un mamut antes de la última glaciación.

El Cine no ha muerto y la necesidad de contar historias jamás va a morir, pero lo que sí entrará en extinción será una industria que se niegue a tomar riesgos creativos y financieros y a aceptar que este modelo tiene los días contados.

Y es mejor volver a apostar antes de que llegue definitivamente esa última glaciación.