Imaginario propio y vacío

por Vladimir Durán
Parte del tanque de pensamiento: El cine latinoamericano se piensa

Una mirada rápida al marco inicial que acá nos convoca: “Pensar el cine latinoamericano”.

El contexto: un mercado audiovisual, el Bogotá Audiovisual Market.

Mis interlocutores: personas experimentadas en los campos de la distribución y la producción, de la crítica y la programación. Yo fui invitado como actor, director y productor —así me lo hicieron saber—.

Creo que en la diferencia y en la especificidad de las disciplinas cinematográficas acá representadas se abre una posibilidad de diálogo y fértil debate. Y una de las diferencias fundamentales es el momento en que esas disciplinas se relacionan con el objeto cinematográfico. Unas con las películas ya terminadas y su fuerza creativa está en cómo mostrarlas, cómo asociarlas, cómo conceptualizarlas o cómo conservarlas, y otras —desde el lugar en que yo puedo hablar— deben ser parte del momento en que los impulsos creativos se convierten en película, cuando dejan de ser algo poroso y se convierten en algo más fijo y definitivo.

En ese sentido, quiero centrarme en las trampas en que se puede caer al “pensar el cine latinoamericano” y (me) quiero cuestionar desde qué lugar hay un riesgo importante en ese ejercicio para una actriz/actor o una directora al momento de hacer cine, o un autor cinematográfico en general, o cualquier persona involucrada en el acto creativo cinematográfico antes de que tome esa forma más fija. Voy a hablar desde el recorrido personal que me ha llevado a explorar las áreas de la actuación y de la dirección, un recorrido que ha sido bastante una deriva, así como este texto será una deriva. Eso me interesa. Desde ahí creo que puedo aportar más a esta conversación.

Mi recorrido, a vuelo de pájaro: una licenciatura en antropología —sólo como formación académica, nunca ejercida—, estudios de dirección de cine, como director hice un corto y un largo, y tengo un segundo en camino. Eso es todo. Cuando terminé el rodaje de mi segundo largometraje, hace pocas semanas, escribí en un post de agradecimiento al equipo: “¡Viva hacer cine latinoamericano!” Cuento esto porque abrazo ese impulso de celebrar lo latinoamericano —y no solo el cine—, pero acá quiero hacer el ejercicio de ponerle un aviso de peligro. Viví en dos países latinoamericanos la mayoría de mi vida. Desde adolescente, siento fascinación y pertenencia por eso que llamamos Latinoamérica, y la recorrí casi toda. Como actor participé en algunas películas del cine argentino y del cine colombiano, y en algunas obras de teatro en Buenos Aires. Pero, sobre todo, inicié hace casi veinte años un largo proceso de formación e investigación actoral que hoy continúa, y que es lo que más me ha influenciado como director, y desde donde más ganas me dan de meter la cucharada en esta sopa —o mejor en este pote de arequipe/dulce de leche— de “pensar el cine latinoamericano”. Pensar. Cine. Latinoamérica. Pensar el cine. Cine latinoamericano.

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Latinoamérica. Desde la antropología, Latinoamérica es una noción complicadísima e indefinible, una construcción-artificio sociohistórica y cultural, una identidad arbitraria en un caos de multietnicidad y pluriculturalidad. Es un concepto que no se ha terminado de resolver. Así como son complicadísimos los conceptos de estado-nación creados dentro de ese mismo conjunto. Fronteras impuestas por quienes no conocían a quienes habitaban esos territorios, ni les importaban. Tampoco la argentinidad ni la colombianidad son del todo definibles, y eso también aplica a qué es cine colombiano y cine argentino. Entonces, ¿qué sería hacer cine latinoamericano? ¿Cómo es hacerlo “bien”? ¿Quién redacta las normas para otorgarle el sello de Denominación de Origen (DO), ese reconocimiento otorgado a productos que poseen características y cualidades específicas debido a su origen geográfico y métodos de producción? ¿Quién nos da la etiqueta de legitimidad?

Mercado. Un conjunto de transacciones e intercambios de bienes o servicios. O sea, supone algo a la venta, el ejercicio de vender y comprar; en este contexto, un producto audiovisual terminado o por hacerse.

Cine. La especificidad de las disciplinas cinematográficas. ¿Qué hace un cineasta, una autora de cine, que no hace un crítico, programador, distribuidor o un agente de ventas? ¿Qué hace un cineasta que no hace una escritora, una pintora o un filósofo? La pregunta parece obvia, pero me parece muy útil para esta charla y no me la hago yo.
(Y acá abro un paréntesis-paracaídas para aclarar que voy a mencionar algunos nombres y conceptos considerados canónicos y legitimados, y retomar ciertas anécdotas algo citadas, no para revestir esto de autoridad intelectual, sino porque algunas de esas ideas dialogan con la deriva de mi argumento, y las recupero desde una lectura personal, incluso a riesgo de que esa lectura sea parcial, imprecisa o deforme.)
La pregunta se la hace Gilles Deleuze en una conferencia hermosa y graciosa en la escuela de cine La Fémis en París, en 1987; allí aborda la especificidad de ciertas disciplinas —la suya, la filosofía— y claro, el cine. Le habla a estudiantes de cine y dice que lo que hace un cineasta son bloques de movimiento-duración. (No habla de imágenes, no en esa conferencia. Tampoco habla de sonido. Habla simplemente de movimiento-duración, a eso reduce la especificidad del cine y al hacerlo, lejos de reducir lo cinematográfico, lo amplía. Porque esto, intuyo, incluye la imagen en movimiento y el sonido, sí, pero también su ausencia, el silencio, la elipsis, todo lo que emana de ese bloque, no estando y estando).

Eso es lo que hace un cineasta. Y analiza casos específicos de ciertos creadores cinematográficos: su carácter propio. Lo táctil —la mano— en Bresson, lo onírico —el sueño de los otros— como amenaza externa en Minnelli, la urgencia y la angustia de ciertos impulsos humanos en Kurosawa, a quien equipara con Dostoievski y con Shakespeare. Y dice que estos son conceptos tan acertados o desacertados como mil otros. La belleza está en la necesidad de crearlos, no en cuán acertados son.

Al escucharlo me dan ganas de aventurarme con una cineasta latinoamericana presente en este BAM: Lucrecia Martel. En Martel, el cuerpo es social, emocional, afectivo, económico, político, es memoria, es deseo, es sensorial… pero lo que une todo eso, o el resultado de todo eso, es que el cuerpo es atmosférico. Para mí, la especificidad de Martel está en que nos demuestra más que ningún otro cineasta que el cuerpo es atmósfera. Emana atmósfera, absorbe atmósfera y usa el cine, la especificidad del cine, para transformarlo en un continuo atmosférico de movimiento-duración. Por eso cualquier colombiano que se haya ido a una finca con los primos y que nunca en su vida pisó Salta sabe, en algún lugar íntimo, de qué habla Martel.

El filósofo, por su parte —volvamos a Deleuze—, crea conceptos. En este caso, él lo hace sobre cine. La filosofía, dice, NO piensa sobre algo. No crea pensamiento, crea conceptos. Decir que la filosofía piensa sobre algo, lejos de enriquecerla, la reduce, le quita todo su sentido. Su acto creativo específico son los conceptos. Y también habla del contenido de otras disciplinas y formas de expresión: la pintura, por ejemplo, crea bloques de línea y color. Todas las disciplinas que aborda son actividades creadoras, pero le interesa su especificidad. Y a todas, dice, las moviliza una cosa: la necesidad. (La necesidad es algo sobre lo que voy a volver con otros conceptos que me parecen semejantes.) Pero la especificidad de las disciplinas es lo que más me importa subrayar ahora. Ser muy concreto en de qué material preciso está hecho cada ejercicio. Es el poeta Mallarmé respondiéndole al pintor Degas cuando éste le dice: «Tengo montones de ideas para escribir poemas, pero no me salen». Y Mallarmé le dice: «Pero, Degas, no es con ideas que se hace poesía. Es con palabras».
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¿Y qué es lo que hace una actriz/actor?
Deleuze no lo aborda en esa conferencia, ni creo que en ningún otro lugar. Pero voy a intentar una respuesta: una actriz actúa.

Eso: una actriz actúa. ¿Y qué es actuar?

Actuar contiene la palabra “acto”. Lo que crea un actor son actos. No es con ideas que se actúa. Es con actos.
Me voy al diccionario: del latín actus, todo lo que se hace o puede hacerse. Puede significar cualquier acción, manifestar una voluntad o una fuerza, el momento en que se realiza la acción o la ejecución de esa acción (en oposición a la intención). Y también al acto continuo: el realizado inmediatamente a continuación del que acaba de hacerse. Todas estas definiciones más o menos básicas de diccionario están relacionadas con lo que significa actuar en el marco del método en que más tiempo me he dedicado a investigar y entrenar: el método de actuación de Nora Moseinco, en Buenos Aires.

La actuación es auténtica si no proviene de una idea preestablecida, de un resultado prefabricado, es decir, si es ejecución en oposición a intención; si proviene de un impulso interno y verdadero. Una acción que puede ser gesto, movimiento, palabra o silencio, pero que es manifestación de una voluntad o una fuerza de quien actúa. Esa acción ocupa un momento y actuar es el desencadenamiento de esas acciones, una impulsa a la otra como fichas de dominó. Es el fluir de esos momentos en un acto continuo, donde lo realizado con el cuerpo es a su vez disparador del siguiente impulso. Un impulso atrae a otro impulso. Por eso me atrevo a decir que actuar o bailar, más que cualquier otra expresión artística, está en la esencia misma del acto creativo y de manera más básica e inmediata.
Martha Graham, la bailarina norteamericana, explica algo de esto a su manera, en una anécdota muy retomada. Cuando una alumna le confiesa que ama bailar y tiene un profundo deseo de ser excelente, pero siente que no lo logrará porque no tiene el talento ni la capacidad, ella responde:

«Hay una vitalidad, una fuerza de vida, una energía, un despertar que se traduce a través tuyo en acción, y porque sólo habrá un tú en todos los tiempos, esa expresión es única. Si la bloqueas, no va a poder existir por ningún otro medio y esa expresión se perderá para siempre. El mundo nunca la tendrá. No es tu trabajo determinar cuán buena es, ni cuán valiosa, ni cómo se compara con otras expresiones. Es tu trabajo mantenerla clara y directa, mantener el canal abierto».

Creo que esto define mejor que nada —incluso mejor que Deleuze— el acto creativo. Algo de esto, en el marco del método de Nora Moseinco, es lo que más me ha influenciado a mí desde el cuerpo: desde el cuerpo actoral, desde el cuerpo en entrenamiento, desde el cuerpo frustrado, en prueba, en error, en fracaso. El error y el fracaso son el alimento del acto creativo.

María Alché, la actriz y directora argentina —y también amiga y muchas veces compañera de entrenamiento en lo de Nora—, escribió un texto muy hermoso sobre el trabajo en este método titulado “La levedad oscura”. Parafraseo acá algunos apartes y agrego otras cosas: este método nos pide a quienes entrenamos que hagamos las cosas para nosotros mismos. Nada va a estar bien ni mal si estamos concentrados en eso. Parece un mantra, que también ella se dice a sí misma. No hay un bien ni un mal en lo que ocurre, y es real, porque está ocurriendo. No pretende entenderlo todo. Porque sabe perfectamente que si deja lugar a ese peligro, a ese abrir medio abismado de no entender, va a aparecer el misterio o el milagro de la escena. Y todos quedamos asombrados ante ese pase mágico, ese movimiento invisible de actores expuestos, probando, al borde de fracasar, que de repente se convierte en una escena magistral.

Y esto pasa por entender que «la realidad de las cosas está oculta detrás de algo. Que solo se ve si una entrecierra los ojos, mira con cierto mareo o distorsión, saliéndose de la percepción habitual que la sociedad impone en cuanto a género, sexo, tiempo, edad y todas las demás categorías. No hay ni bien, ni mal, ni juicio moral. Es un lugar donde, pareciera, las personas que más sufren no son las que lloran. Las emociones circulan de un modo tangencial, completamente real y abierto, sin conclusiones, como la realidad misma».
Dice María: «Siempre me acuerdo de una frase que dijo Nora Moseinco: jugar es feroz».

Es un lugar común recordar que en francés actuar se traduce como jouer (jugar). Y jugar es feroz. «Esas dos palabras asociadas —juego y ferocidad—, que aparentemente se opondrían, pueden ser una pista. Entender el juego como algo feroz, tremendo, despiadado. Entonces, atreverse a jugar es un montón. No es algo ingenuo: es algo que da vértigo y nos deja despojadas de las ideas preconcebidas sobre nosotras mismas».
Nos suele explicar Nora que el proceso deviene en quitar capas para encontrar la zona más alta de verdad en el propio juego interno. El uso del error, de lo que “no sirve”, como tesoro creativo personal. Se trata de despojarse. Quitar capas es deconstruir hasta llegar al vacío.

No es trabajo del actor ni del cineasta colgarse etiquetas: soy bueno, soy malo, hago cine gay, hago cine latinoamericano, sino responder a una necesidad, a un impulso propio. Y eso genera un movimiento-duración auténtico. No es nuestro trabajo amoldarnos a un estante de librería. Si el impulso creativo es auténtico, va a estar atravesado por una vitalidad que resuena con ser gay, si soy gay; con ser latinoamericano, si lo soy; o con la angustia del paso del tiempo, con el pertenecer o no pertenecer… Y ahí no importa si soy japonés o bogotano, porque puedo conectar más con Dostoievski o con Shakespeare. Querer hacer cine colombiano, o argentino, o latinoamericano como una idea preconcebida es lo contrario: es “mala fe”.

No uso el término “mala fe” gratuitamente. En El ser y la nada, Sartre explica que lo que llama “mala fe” es lo opuesto a la autenticidad. La mala fe —parafraseando— es una forma de autoengaño en que el ser humano se miente a sí mismo para evitar asumir su libertad radical y su responsabilidad. Su particularidad. «Su ser único en el universo», diría Martha Graham. En un pasaje, Sartre usa el ejemplo de un mesero que actúa cada paso de su trabajo con corrección extrema, con solemnidad; es un mesero representando la idea preconcebida de mesero. El camarero que es camarero demasiado: como si su esencia fuera ser camarero, cumpliendo perfectamente el rol, con gestos y un lenguaje que lo definen como tal. Está en mala fe, porque se reduce a una función, negando su libertad de ser otra cosa: «La mala fe es una mentira dirigida a sí mismo. [...] Implica una dualidad dentro del sujeto: el que miente y el que es engañado son el mismo».

Es una evasión de lo que somos. «Somos seres condenados a ser libres», según Sartre. La mala fe es posible porque un humano no puede simplemente ser lo que es —como un tintero es un tintero o un árbol es un árbol—. En lugar de eso, nos vemos obligados a simular lo que somos. Ser lo que uno no es, o ser la idea de lo que uno es, es una abdicación de la libertad propia. Significa convertirse en objeto, en producto de venta.

Para ser libres, para actuar de buena fe hay que permanecer en lo particular, en lo auténtico. Ser las criaturas proteicas que realmente somos. Aunque eso genere vacío. El vértigo que nombra María, que «nos deja despojadas de las ideas preconcebidas sobre nosotras mismas, que nos saca de la percepción habitual que la sociedad nos impone en cuanto a género, sexo, tiempo, edad y todas las demás categorías».
Si nuestros bloques de movimiento-duración actúan ser cine latinoamericano, si juegan el rol preconcebido de “cine latinoamericano”, es una abdicación de nuestra libertad. Es convertir nuestro cine en un objeto, en un producto para otras miradas. Si actuamos como el mesero, o como el cine latinoamericano al pie de la letra, desde ideas preestablecidas, generamos una sequía en nuestro quehacer creativo, que es contraria a lo vivo. Lo vivo —ya lo dijimos— es el error. El error como tesoro creativo personal.
Es lo que el pintor Francis Bacon llama “el accidente”.

* * *

En sus Conversaciones con David Sylvester, Bacon explica su concepto de “accidente”: «No dibujo. Empiezo haciendo todo tipo de manchas. Espero lo que llamo el accidente: la mancha desde la cual saldrá el cuadro. La mancha es el accidente. Pero si uno se para en el accidente, si uno cree que comprende el accidente, hará una vez más ilustración, pues la mancha se parece siempre a algo. No se puede comprender el accidente. Si se pudiera comprender, se comprendería también el modo en que se va a actuar. Ahora bien, este modo en el que se va a actuar es lo imprevisto, no se lo puede comprender jamás: es básicamente la imaginación técnica. El tema es siempre el mismo. Es el cambio de la imaginación técnica lo que puede “dar la vuelta al tema”, el sistema nervioso personal. Imaginar escenas extraordinarias… esto carece de todo interés desde el punto de vista de la pintura. Eso no es imaginación. La verdadera imaginación está construida por la imaginación técnica. El resto no lleva a ninguna parte. Es el instinto que trabaja fuera de las leyes, para volver al tema sobre el sistema nervioso con la fuerza de la naturaleza. El accidente, las manchas, son los “acontecimientos que me suceden”, pero que suceden a merced de mí, por mi sistema nervioso que ha sido creado en el momento de mi concepción».

Acá Bacon se parece a Graham, y se parece a Nora Moseinco, y vuelvo a Deleuze, que en varios libros habla de manera apasionante del concepto de catástrofe, muy semejante al accidente baconiano. Deleuze habla de la “catástrofe” como un punto de ruptura en una serie de acontecimientos o en una estructura de sentido. Tiene que ver con el colapso del sentido en el sinsentido, en lo que no podemos comprender, en lo que no podemos abarcar intelectualmente (eso que Alché llama «el abrir medio abismado de no entender»), con la inversión de lo interno y lo externo. Dice Deleuze que la catástrofe es el momento en que el adentro se hace afuera y el afuera se hace adentro; es el punto límite de una serie lógica. Entonces, la catástrofe no es un desastre: es lo que interrumpe, perturba, reconfigura la percepción. No es un evento negativo, sino una apertura a lo nuevo. Incluso analiza la catástrofe desde la matemática, tomando ideas de René Thom, creador de la teoría de las catástrofes. Thom llama catástrofe a los cambios súbitos de forma o estructura que se producen bajo ciertas condiciones matemáticas. Lo interesante no es el colapso, sino la aparición de nuevas formas. Deleuze dice que el arte no es el reflejo de lo bello, sino la captura de una fuerza. Y la catástrofe puede ser precisamente aquello que el arte capta al hacer visible una fuerza invisible. El concepto de catástrofe es el concepto de accidente en Bacon, es el concepto de error propio, de moverse en lo imprevisible, en lo auténtico. Es una invitación a que aparezcan esos accidentes, esas manchas.

Estamos en una época rodeada de etiquetas, tags. El algoritmo funciona así. Y nos deja en un estado mental ansiótico-algorítmico. Queremos ponernos etiquetas. Queremos ponerle etiquetas a lo que hacemos. Queremos vendernos con etiquetas. Una etiqueta nos promete más legitimidad, más éxito, más vistas, mejores resultados medibles. El mismo Deleuze en su texto Post-scriptum sobre las sociedades de control (1990) —imagínense, ya en 1990, sin este universo algorítmico que hoy nos tiene tomados— decía que nos expresamos en un entorno saturado, donde todo se dice, todo se ve, pero nada transforma, porque todo se iguala y se pierde en la cacofonía general. Decía: «Hoy estamos anegados de palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras e imágenes. [...] El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio, a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir.
[…]
Qué liberación es, por una vez, no tener que decir nada y poder callar. Pues solo entonces tenemos la posibilidad de crear algo singular, algo que realmente vale la pena ser dicho».

Callemos las etiquetas un rato. Las ideas preconcebidas sobre nosotras mismas, la percepción habitual que la sociedad nos impone en categorías. Vayamos al silencio para escucharnos a nosotros mismos. «Para mantener el canal abierto», como dice Martha Graham.

Entiendo el riesgo que trae esta invitación mal tomada: un lavado de identidad, una postura liviana, una expresión amigable, diet y light, digerible, pero es todo lo contrario. «Como digo una cosa digo otra, es que es como todo, hay cosas que ni qué, ¿tengo o no tengo razón?», diría ese gran icono audiovisual de Latinoamérica, la Chimoltrufia. No está mal, creo que hay que chimoltufriarla siempre y cuestionarnos cómo fraseamos las cosas, y los peligros que esas expresiones traen. Ponernos en duda. Que los manifiestos no se conviertan en panfletos fosilizados. Porque la Chimoltrufia es deleuziana, con conceptos tan acertados como desacertados, según el contexto.

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Al escuchar la apasionante ponencia de Victor Guimarães, una charla que me interpela e identifica mucho, podría parecer que él y yo estamos en las antípodas, que su invitación es completamente contraria a la mía, pero la suya está atravesada por invitaciones a la imperfección, la irregularidad,  la inestabilidad, a perturbar modelos, corromperlos o incluso ignorarlos. Aboga por la perturbación misteriosa, por la intuición fervorosa y va contra el exceso de argumentación racional. Advierte contra un formato lleno de buena conciencia y toneladas de paternalismo. Advierte contra películas narrativamente redondas, fotográficamente pulidas, con actuaciones equilibradas, a lo Raúl Ruiz cuando nombra al guion y a la “buena actuación” como principales obstáculos para transmitir una emoción específicamente cinematográfica.

Es que se trata de eso, de permitirnos transmitir una emoción específicamente cinematográfica ante nuestros impulsos creativos, nuestras necesidades. Y ahí, hay ciertos términos que me encienden alguna alarma, que me hacen hacerme preguntas (sin tener respuestas o una posición tomada que no sea chimoltrufia).

Pensarnos siempre en términos de países dependientes / países dominantes, seguir nombrándolos como metrópolis… Me pregunto si, paradójicamente, no nos autoencasillamos en un mapamundi con la lógica de proyección de Mercator, esa lógica cartográfica para nada neutra que ya se impuso en el mundo y que responde a intereses históricos, políticos y coloniales, centrada en el hemisferio norte y en Europa occidental (especialmente Reino Unido y Francia en el centro), con el norte arriba y el sur abajo: una convención cultural, no geográfica que damos por sentada, con distorsión de tamaño, las masas terrestres cercanas a los polos (como Europa o Norteamérica) agrandadas y las cercanas al Ecuador (como África o América del Sur) achicadas.

Si nos impedimos pretender lo universal, ¿no estamos habitando y replicando constantemente ese mapamundi con los ejes de poder reforzados visualmente y simbólicamente en donde Europa y EE.UU. aparecen más grandes, centrales y “dominantes”?

¿No es algo así que Nawal El Saadawi, esa gran activista y escritora egipcia, nos advierte? «En cuanto escucho “Medio Oriente”, me molesto porque es un lenguaje colonial. Es como decir “Tercer Mundo”, o “postcolonial”. Medio Oriente, ¿medio de qué? ¿Medio con respecto a quién? Uno tiene que preguntárselo; el conocimiento viene de preguntarse por qué. ¿Quién lo llamó así? ¿Por qué nos llaman Medio Oriente? Fuimos nombrados, y hay que estudiar la Historia, nos llamaron Medio Oriente porque fuimos una colonia británica. Egipto era el Medio Oriente en relación a Londres y la India se llamaba el Lejano Oriente también en relación a Londres, porque también era una colonia. Así que ahora, cuando voy a Londres, digo que voy al Medio Occidente. Y la gente se ríe. Cuando voy a Estados Unidos, digo que voy al Lejano Occidente. Y la gente también se ríe. Pero cuando alguien dice Medio Oriente, nadie se ríe. Eso es colonialismo. Ese es un lenguaje colonial que necesitamos descolonizar».

Y Ousmane Sembène, cineasta y escritor senegalés, ante la pregunta de si los europeos entienden sus películas, responde: «Dejemos bien claro esto: Europa no es mi centro, Europa es una periferia de África. ¡Fíjese! Estuvieron más de cien años en mi tierra y jamás aprendieron mi lengua; yo, en cambio, hablo la suya. Para mí, el futuro no depende de ser comprendido por Europa. Me gustaría que me comprendieran, sí, pero no me afecta en absoluto. Si miran el mapa de África, desde un punto de vista geográfico, pueden poner a Europa y a América adentro y todavía sobrará espacio. ¿Por qué querría yo ese tropismo? ¿Saben lo que es el tropismo? ¿Por qué querría yo ser como el girasol que gira en torno al sol? Yo soy el sol».

Me parece una maravilla que use el fenómeno biológico del tropismo como metáfora. El tropismo es el movimiento orientado de un organismo en respuesta a un estímulo externo, y hay tropismo positivo, como el fototropismo del girasol que nombra Sembène, cuando una planta crece orientándose hacia el sol. Pero también hay tropismo negativo como el geotropismo, cuando el tallo crece en contra de la gravedad. Y situarse permanentemente “en contra de” no deja de ser tropismo.

Ni tropismo positivo, ni tropismo negativo, seamos el sol para transmitir emociones específicamente cinematográficas. Porque creo firmemente —no chimoltrufiamente— en las palabras de Ruiz: «La memoria que un film debería despertar en nosotros tal vez sea una memoria arquetípica: recuerdos de íconos hechos de intensidades nunca vividas pero presentidas. Recuerdo o nostalgia de la iconostasis común, y sin embargo, íntimamente ligada a cada cual». Porque una emoción específicamente cinematográfica habla mucho más de quienes somos que un texto académico antropológico o un manifiesto, y a niveles más profundos y misteriosos. Es claro que en esos cielos tormentosos de La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) —que funcionan como un plano-almohada a lo Ozu—, en esa vibración sonora de los hielos en un vaso de vino rojo sangre sostenido por esa mano temblorosa, en esa silla metálica, casi cortopunzante como los vidrios del vaso roto, arrastrada sobre una superficie rugosa, en esos cuerpos compartiendo cama, en esas camas atiborrando cuartos, en toda esa combinación de materia específicamente cinematográfica, de movimiento-duración, se irradia la decadencia moral y existencial de una manera de ver el mundo, el querer ser “más” de lo que se es, el no querer ser lo que se es, el sistema colonial de castas heredado, los vínculos de clase, de género, la culpabilidad del deseo, el vínculo con un entorno, con una geografía que de muchas maneras se desprecia, «el desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable» del que nos habla Álvaro Mutis en El último rostro y que Martel muy posiblemente no leyó, pero no necesitó leer para generar la misma vibración; uno con palabras, la otra con cine. Todo eso nos hace latinoamericanos. Pero es imposible reducir “todo eso”. Los personajes de Martel son la representación de la herencia de un sistema colonial, sus víctimas morales, pero son también sus reproductores y sus transmisores. Como lo somos nosotros aquí sentados en este market. Y a Martel le bastó observar con atención y perspicacia sus propios videos familiares, observar sus nimiedades, sus lógicas subterráneas y, claro, una sensibilidad y una autenticidad descomunales para traducirlas al cine. Porque en La ciénaga, como en El último rostro, «el calor aumenta y […] viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre».

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Hace unos días salí conmovido de una proyección restaurada de Toda la familia trabaja, una película japonesa de Mikio Naruse, de 1939. A la salida se armó una charla con dos cineastas cordobeses que admiro mucho, a la que se unió un archivista peruano y nos dijo: "Nunca había visto una película tan peruana”. Me pareció brillante su comentario. Percibí inmediatamente por qué lo decía. Los hijos como generadores de ingresos en la carencia material, como posibilidad de ascenso social, casi como propiedad privada; lo laboral como identidad, lo que te hace un ser humano es lo que produces. Para Deleuze es Kurosawa quien mejor logra habitar a Shakespeare y a Dostoievski. Tal vez Naruse, en 1939, fue quien mejor entendió a la sociedad peruana de los años 80 y 90. No lo sé. Pero la película respira verdad por todos lados; respira un impulso verdadero, algo para decir que vale la pena ser dicho para cualquier ser humano, de cualquier época.

¿Estoy diciendo con esto que da lo mismo hacer cine desde Latinoamérica o Senegal que desde Japón o París? No, «como digo una cosa, digo otra», reivindico lo que escribí: ¡viva hacer cine latinoamericano! Pero creo que la especificidad del acto creativo nos pide soltar esa etiqueta, callarla, y eso que somos, que está en nuestro sistema nervioso personal, volverá lleno de misterio y con más fuerza. Porque no sabemos qué somos en toda nuestra complejidad, porque no es lo mismo Londres que São Paulo, pero tampoco es lo mismo São Paulo que Rio de Janeiro, ni Manizales que Pereira, ni la Bogotá del Centro que la Bogotá de Ciudad Bolívar, ni una señora de sesenta de Los Nogales que un adolescente en el mismo edificio. Son interminables las fronteras y divisiones experienciales e identitarias que podemos trazar o ignorar. Y así pueden venir otras fuerzas creativas desde su especificidad: la crítica, la programación, la distribución… y crear conceptos, asociaciones, espacios e incluso detracciones y problematizaciones con el cine que hicimos. Porque un crítico también crea conceptos. Son filósofos del cine. Y un programador, me aventuro con esta definición, crea asociaciones. Espacios y tiempos de diálogo entre bloques de movimiento-duración. Y entre espectadores y esos bloques. Y un distribuidor o vendedor está perfecto que cree esas etiquetas necesarias y creativas, que cuelgue los productos en una estantería. Ahí está su fuerza creadora.

Pero las cineastas, los actores, no. Nuestro trabajo es mantener el canal abierto. 

Por favor, no lleven a quien está en un acto creativo cinematográfico a guiarse por etiquetas preestablecidas. No hay que ser ingenuo con el poder que tienen los programadores, los festivales, los pitches y los laboratorios sobre les cineastas. Permítanles el vacío, el silencio, el error, el desvío, para que descubran —sin querer queriendo, accidentalmente, catastróficamente— su necesidad, sus manchas, su propio imaginario. Un imaginario que nos hable más a todos. Porque el imaginario colectivo está hecho de imaginarios propios. Un cine latinoamericana y universalmente más humano o, mejor aún, más animal. Animal en el sentido del que habla Angela Schanelec, un cine que «no tema crear confusión porque es posible simplemente ver cosas. La confusión solo aparece cuando se comienza a pensar. En el cine, ver es suficiente. Tendemos a filtrar lo que vemos a través de nuestra propia experiencia, que es de cada uno y de nadie más. Todos tenemos vidas diferentes, ¿por qué no íbamos a hacer diferentes asociaciones? Estaría bien observar animales y luego tomar esta forma de mirar las cosas y conservarla para cuando los seres humanos aparezcan en pantalla. El hecho es que ningún animal haría algo que fuera contra lo que le dice su propio cuerpo». No vayamos contra nuestro propio cuerpo, no vayamos “en contra de”, dejemos aflorar «una memoria arquetípica. Recuerdos de íconos hechos de intensidades nunca vividas pero presentidas. Recuerdo o nostalgia de la iconostasis común, y sin embargo, íntimamente ligada a cada cual». Y con esto, paradójicamente, crearemos un producto más precioso, único y más valioso en este market nuestro de cada día.

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Quisiera terminar con estas palabras del Indio Solari, porque me apareció este reel de Instagram divagando por internet unos minutos antes de terminar este texto: «El producto se nutre de todas esas cosas que el artista absorbe por su propia necesidad, por su necesidad de estar emocionado él. Y a partir de ahí las moviliza, las mueve, las agita de tal manera que salgan con otro aspecto, pero que esté transmitiendo emociones. Eso es lo que uno tiene que hacer. Yo lo que tengo que hacer es lograr un enigma para llamarle la atención a aquel que especta eso, que está de espectador y que se atreva o necesite entrar en la intimidad para ver si le dice algo. Si pasa eso, algo le va a decir. Ahora, lo que yo le diga, ¡¿qué importa?! Eso no le importa a nadie. Los haikus tienen esa maravilla. Hay más dicho en los silencios que en las líneas que escriben los escritores».