Pensar el cine, resistir el mercado

Por Diana Bustamante
Parte del tanque de pensamiento: El cine latinoamericano se piensa

Desde mi perspectiva, el cine es una forma de pensamiento y no únicamente una forma de entretenimiento, ni tampoco un acto meramente industrial. Y aunque sin duda puede ser todo eso, el cine, en todas sus variantes, esencialmente configura una forma de pensamiento, un entramado que permea las relaciones sociales y obviamente las formas de representación y los impactos de estas en el devenir de una sociedad.

La posibilidad de crear sentido desde la representación cinematográfica, narrativa y estéticamente, tiene que ver en buena medida con su condición de lenguaje, y es justamente esa condición lo que hace al cine tan poderoso discursivamente. Conocer, estudiar y ver cómo se transforma ese lenguaje al tiempo que lo construimos haciendo películas es lo más fascinante que encuentro en el cine. Saber que con ese lenguaje, de materiales abstractos en muchos niveles, estamos construyendo una forma de representación y de pensamiento que abarca tantos niveles de la cultura siempre me parecerá un acto mágico y seguirá siendo el motor de mi quehacer como creadora.

Pero como el lenguaje no es una cosa dada y está en constante transformación —como el pensamiento mismo—, requiere de interrelaciones, de interactuar con él, no solo desde el hacer, sino desde su apropiación. Y esa apropiación transformadora deviene de la forma en la que consumimos y hacemos nuestro día a día ese lenguaje —audiovisual, en nuestro caso, pero piensen en el lenguaje escrito y oral como un buen ejemplo del mismo proceso—.

En un mundo que se comunica hace ya bastante tiempo a partir de imágenes en movimiento es imperiosa la necesidad de entender y repensar cómo nuestras imágenes se comunican y se interrelacionan con esos ojos para los que están hechas; porque el cine solo existe de forma plena cuando hay ojos que lo devuelvan a la luz desde la mirada. Pensar el cine también requiere pensar las formas de hacerlo posible, sus implicaciones y, sin duda, las formas de acceder a él. En mi caso particular, como creadora (productora y directora), mi motivación ha estado siempre centrada en la materia viva de la que se constituyen las películas y no precisamente en el resultado, que en el cine más industrial está representado por una cantidad determinada de espectadores y ventas que hagan rentable ese “producto”. 

Existen diferentes formas de hacer y ese debería ser nuestro punto de partida. El ejercicio artístico en general está muy distanciado de sus formas de comercialización, por suerte, y tiendo a pensar que debe ser así, sin que eso signifique configurarlo como un espacio restringido de la existencia de ese lugar comercial. Al contrario, esto nos impone un mayor esfuerzo —como instituciones, como artistas y como sociedad— para conservar, potenciar y promover la existencia de espacios donde todxs podamos acceder a la experiencia artística, incluida la cinematográfica, de manera alternativa frente a los circuitos determinados por las reglas del mercado. Hoy me quiero detener en esos ojos que permiten que las películas existan: lxs espectadorxs.

Para empezar veamos qué es lo que creemos que es el mercado: es un espacio extraño —no sé si comparten mi opinión—, donde es evidente que la demanda no genera mejores o distintos productos, sino que los productos se hacen para generar una demanda y empobrecer enormemente el nivel de exigencia de lxs espectadores, pues carece de puntos de comparación al no permitir acceder a la diferencia, la cual ha sido aniquilada por el mercado masificado poniendo en la primera y muchas veces única línea de consumo una única opción.

¿Quién en el mercado de la música estaba deseando con ansias la llegada de Karol G.? (Y ojo acá: yo también me las bailo todas, pero el mal gusto rumbero no puede nublar el criterio). Honestamente, no creo que haya una carencia de “reguetoneras curvilíneas”, pero el mercado crea un producto de tales dimensiones, no por su calidad, sino por su presencia masiva, es decir, cómo se vende, cómo se empaqueta y cómo se exhibe en todas las vitrinas posibles (Jimmy Fallon, Saturday Night Live, los premios Grammy, Coachella, etc.). Karol G. se convierte en una figura omnipresente, imposible de no consumir, y este producto masivo, que aparenta ser el único disponible, revela que no hay tal relación entre demanda y oferta en el mercado del entretenimiento.

Con el cine pasa exactamente lo mismo que con la música: existen grandes campañas de marketing y productos que se crean para generar demanda y consumo. Y con el cine, en particular con el colombiano, seguimos hoy más que nunca atrapados en la terrorífica idea de tener que satisfacer a “las audiencias” y exigiendo “resultados Karol G.” a obras que podrían equivaler, en la industria musical, a una agrupación de cantaoras tradicionales del Pacífico, un grupo de cámara o una banda de música experimental.

La frenética preocupación por las audiencias ha sido creada por muchos agentes del sector, pero especialmente exhibidores y distribuidores. En su caso, es comprensible parcialmente porque es su deber misional hacerse esa pregunta, pero ellos también deberían pensar nuevas maneras de conectar con sus consumidores, quizás diseñando estrategias de nicho, productos diferenciales y tantas cosas más que podrían inventarse quienes verdaderamente se dedican a vender; sería genial que esos agentes de la industria cumplan con su trabajo, ya que, al menos en Colombia, no lo hacen.

La distribución y la exhibición en Colombia son ejercicios de mercado en los que quizás por un triple conflicto de interés —exhibidor, distribuidor y arte y parte de las políticas públicas del cine—, se ha ido anulando la responsabilidad de los exhibidores de trabajar en robustecer un mercado, no solo a través de la construcción de salas, sino a través de la inversión en la distribución y de no delegar en lxs productorxs la totalidad del trabajo por el que aún tienen la desfachatez de cobrar un porcentaje. Nos piden a lxs productorxs y creadorxs que hagamos esa labor, que pensemos en las audiencias, que sepamos de mercadeo y que, además, paguemos por ello. 

Pero lo que me parece más preocupante es que esta alerta y esta constante presión sobre pensar en las audiencias vengan, especialmente, de parte de las autoridades cinematográficas, las mismas que desde lo público están llamadas a generar políticas estatales de producción y sobre todo de apropiación de esas cinematografías que ellas mismas fomentan. Acá vale la pena volver al origen de todo: lo público. Sí, porque al hablar de dinero público y de cuáles deberían ser las preocupaciones que se promueven a través de dichas políticas, parecería que la preocupación por las audiencias constituye el único tema sobre el que tienen algo que decir.

Creo que lo que se le pide entonces a lxs creadorxs no es pensar en las audiencias, sino hacer productos a la medida del mercado creado por la industria, y en particular la nuestra que tiene un sistema de exhibición más de 90% privado que no provee posibilidades igualitarias a todos los productos que allí entran a competir. Entonces no. “Audiencias” no es un número y lo que se les pide a las películas que no son industriales es cumplir con un desempeño industrial para el cual no están hechas y al que no podrían llegar en igualdad de condiciones. 

Si pensamos en la definición de “audiencia”, yo prefiero pensar en la frase «Donde haya uno o más en Mi nombre, ahí estaré Yo». ¡Eso mismo es una audiencia! Donde hay uno o más viendo una película, ¡ahí hay una audiencia! Por lo tanto, las películas y sus audiencias no son el problema. Quizás el asunto es que al existir un único circuito regido por el estándar comercial es imposible que otros productos logren subsistir en ese mercado regido por exuberantes inversiones en marketing y no en la calidad intrínseca del producto, que yo prefiero llamar «piezas». La bajísima exigencia de ese mercado en cuanto a calidad —porque de eso sí no se habla— hace que a ese mismo y único circuito de mercado lleguen productos de bajísima calidad y estas dos variables, que en el caso del cine colombiano son entendidas por lxs espectadores como una misma cosa, les alejen aún más de la oferta nacional.

Dicen que no sabemos comercializar nuestras películas: pues sí, pueden tener razón quienes nos señalan de esa manera. Pero esta no es una verdad completa porque no se le puede pedir a la Sinfónica Nacional ser Karol G., como tampoco se le puede pedir a una película como La sirga (William Vega, 2009) —y cito una de las mías para que nadie se ofenda— el mismo desempeño de espectadores que a Spiderman o Barbie. Y esto es simple: porque el resultado numérico en “audiencia” no es proporcional a la calidad, ese número sólo está determinado por el acceso.

Puedo citar mil ejemplos, pero este es muy sencillo: una película como Barbie (Greta Gerwig, 2023) tiene un presupuesto para su producción de aproximadamente 130 millones de dólares y su presupuesto para marketing se estima en más de 150 millones de dólares. Una película nacional llega a competir al mismo circuito comercial —él ÚNICO circuito de acceso para el público— con entre un 0,2% de ese valor, y esto solo la que más logra invertir con canales de televisión involucrados, que son aproximadamente 300 mil dólares en promedio, un presupuesto con el que honestamente solo cuentan las comedias comerciales o algunas pocas películas de autor que logran apoyos extraordinarios para tal fin, como Los reyes del mundo (Laura Mora, 2023). Pero como estamos hablando de la regla y no de las excepciones, la posibilidad de inversión promedio en marketing para el lanzamiento de una película —no sólo localmente, sino a nivel global— es del 0.02% de ese presupuesto, es decir, alrededor de 30 mil dólares, lo cual no llega a ser el 5% del costo de realización de una película colombiana. 

Esa misma inversión en publicidad que hace Barbie es la que permite que se le abran todas las salas a nivel global, pues sus acciones de mercadeo garantizan de alguna manera la ocupación de esas salas. En el caso del cine nacional, por ejemplo, escasamente las películas logran llegar a un puñado de salas en las ciudades principales, así que ¿cómo pueden pedirles a nuestras películas —y en general a todas las películas fuera del sistema de los estudios— que obtengan los mismos resultados? ¡Por favor! Una película nacional no accede a las salas de cine en ciudades medianas ni pequeñas; una película del Caribe colombiano difícilmente llega a una sala comercial en Santa Marta o Barranquilla, donde probablemente está su público natural. ¿Cómo se puede esperar que el público colombiano —“las audiencias”— genere el hábito de consumo de un producto al que no se les permite acceder?

Vuelvo al mismo ejemplo de la música de Karol G: la escuchamos en todas las emisoras, por streaming, en la señal radiofónica tradicional y en todos los medios inventados y por inventarse; acceder a ella no es sólo mucho más fácil, sino que, de hecho, es imposible evitarla. Pero acceder a las cantaoras del Pacífico o al cuarteto de cámara requiere de un doble esfuerzo del Estado para fomentar espacios de distintos tipos donde estas mismas expresiones musicales sean una experiencia que puedan ser conocidas y disfrutadas por lxs ciudadanxs del país. Lo mismo sucede con el cine: en Pasto, Riohacha o Tunja son contadas las películas nacionales que llegan a los ya escasos circuitos comerciales, pues estos exhibidores priorizan ciudades más grandes para una mayor rentabilidad. Pero ¿será que lxs habitantes de Putumayo, Mocoa o Boyacá, en su grandísima extensión, no son audiencia? 

Aquí va otro ejemplo de las contradicciones a las que nos enfrentamos: la medición del CADBOX (Colombian Admissions & Box Office Control). Con grandísimos esfuerzos pequeñas salas alternativas tratan de subsistir, pero el CADBOX no tiene en cuenta sus cifras. El sistema de medición de la industria privada es el mismo que las autoridades cinematográficas usan para saber cuántos espectadores ven una película colombiana, así que, de nuevo, esas poblaciones alejadas y esas salas que no proyectan en DCP pero que programan, difunden y, de hecho, hacen una mayor labor de formación de públicos y de apropiación de la cinematografía nacional, no son tenidas en cuenta en la medición que reconocen las autoridades cinematográficas nacionales. Desde lo público, solo se reconoce el estándar industrial generado por CADBOX.

Restringir la existencia de una película a sus posibilidades de impacto en el mercado, es decir, únicamente en relación a lo que el “libre comercio” dicta, es como restringir la existencia humana a las normas, a lo que se nos está permitido por el deber ser de normas creadas por modos y formas de dominación muy puntuales que pueden ser de carácter religioso, moral o económico. Restringir la experiencia cinematográfica de todxs quienes quieren ver una película —¡la que sea!— a aquella que funciona en un estándar industrial, es decir, en términos numéricos y monetarios, es restringir la experiencia estética, y esa es también, en general, la tragedia del acceso a la cultura en países como el nuestro. 

Por todo esto este texto es un llamado para que desde lo público y lo estatal, que deben promover la creación, también se promueva el acceso desde un lugar que no esté únicamente regido por lo que dictan la industria y el mercado. Creo que nuestro gran paradigma a vencer en este tiempo es re-interpretar lo que significa la palabra «acceso». Resignificar las dinámicas industriales que, en países como el nuestro, propicien una verdadera apropiación del lenguaje cinematográfico en un sentido tan amplio como lo que eso significa. Leer nuestras imágenes, leernos a través de nuestras imágenes es parte de lo que significa construir una cinematografía. 

No es solamente hacer: es también que las maneras en que nos narramos nos permitan leernos a través de ellas.